viernes, 13 de mayo de 2011

Pasiones esclavas, pasiones libertarias



Pasiones esclavas, pasiones libertarias




“Podría simular una pasión que no sintiera,
pero no podría simular una que me arrastrar como el fuego”

Oscar Wilde





Las pasiones.


Bifrontes.
Multicolores. O incoloras.

Transgresoras. O funcionales.
Constantes e intermitentes.

Bajas, o sublimes.
Inoportunas, o just-in-time.

Alegres. O tristes.

Bienvenidas pasiones.
Arrogantes, pendencieras, insumisas.
Temidas pasiones.
Oscuras, tanáticas, fragilizantes.

Esclavizantes. O maravillosamente libertarias.

Hay que ser digno de las propias pasiones. Al menos de las bellas pasiones.
Luego me pregunto, qué hay de digno en la pasión?

El ser apasionado inversamente se ha de repreguntar: quién ha de ser digno de esta -mi- pasión. Quiénes son depositarios objeto-sujeto de nuestras entrañables pasiones?

Sean como sean, nos plazcan o nos languidezcan, nos pongan de pie o nos pretendan de rodillas, siempre los mil rostros de las pasiones.



-Saber de sí, saber de las propias pasiones

Pensar sobre uno mismo es desenrollar con gentil delicadeza y larga paciencia el mapa de las propias pasiones. Detenerse a observar cara a cara las más absurdas e inexplicables, mirarse también a través del reflejo que nos ofrecen las más elevadas y respetables, y poner sobre la mesa sin más excusa que la brutal honestidad tanto a aquellas pasiones bajas e irracionables como a las más altas y virtuosas. Porque, convengamos, no es lo mismo apasionarse por una camiseta de fútbol que poseer una auténtica pasión científica por descifrar el genoma humano. Qué aleja y qué eleva una de otra? Qué parámetro tomamos cuando decimos que una pasión es “baja” y otra “elevada”? Entran las pasiones en las clásicas distribuciones morales? Existe algún otro modo -aún incluso dicotómico- que ubique las pasiones dentro de otros ductos menos condenatorios, menos sensibles a las bajezas y grandezas, siempre tan relativas ellas?


Cada pasión narra sin palabras un relato subjetivo y personalísimo sobre aquel que vivencia ese apasionamiento.
El riesgo? Exponer nuestras pasiones, nos expone.

Quien resuelve pensar acerca de ese doblez se transforma en algo así como un explorador que ha de lanzarse en medio de un vendaval a reconocer huellas sobre un territorio que, de alguna manera, le resulta familiar aunque ligeramente caótico. Sabemos de nuestras pasiones, pero no nos gusta meternos -y menos que otro se meta- demasiado a hacer “análisis crítico” de ellas. Por esta razón, entre otras, la mayoría de la gente lleva adelante su existencia -con sus respectivas pasiones- sin introspectar mucho sobre este asunto.

Sin embargo, un saber acerca de nuestras pasiones nos puede poner en nuestras propias manos un mapa bastante exhaustivo y auténtico sobre uno mismo. Que el mapa guste o no, que se ajuste al gusto del otro o no, que sea más encajable dentro de los mandatos sociales o sencillamente bastante inadaptado respecto de éstos, eso es otro asunto. Lo es?

Apasionarse con saber sobre uno mismo implica necesariamente una cierta voluntad por “querer saber”combinada por una otra pasionalidad: la pasión de llevar a cabo esa exhuberante empresa inacabada que es construirse a sí mismo conociéndose. Y no cejar en el esfuerzo.

En esa exploración pasional de las pasiones -valga el juego de palabras- revisar las condiciones en que se presenta el mapa de lo que nos intensifica la sangre es un modo de cartografiar la propia historia de uno. Caben allí los variados trazados, las múltiples marcas con que nos han cincelado todos nuestros singulares trayectos pasionales: desde las coloridas exuberancias de la alegría a las tristezas abrazadas inútilmente, desde las placenteras transgresiones a las microsumisiones afectivamente toleradas.

Todo lo que ha consumido la semiestable fogata de lo pasional en una vida redunda en una forma inacabada en la que se precipita: lo que somos. Quienes somos. Cartografía de sí. Mapa del presente hecho con la pura-impura tinta que escribe la historia de todas las pasiones pasiones pasadas, atravesadas, barrenadas. Racconto de los universos pasionales en que nos hemos ido embarcado. O naufragado.


Rutas de la pasión.
Rostros de la pasión.
Los olvidos de la pasión.
La memoria de la pasión.

Todo ello, un cuerpo de la pasión desde las pasiones de un cuerpo.



-Pasiones que hablan, pasiones que revelan

La pasión.
Siempre, la perpetua ida y venida de las pasiones, puesto que hasta la tristeza es un tipo de pasión (al menos si nos plantamos a pensar desde el terreno de ideas sembrado por Baruch Spinoza).

Si de pasiones se trata, entonces es preciso comprender en qué/dónde nos suman y qué/dónde nos restan. Su aritmética, nuestra aritmética. Cómo nos aportan, de qué modo nos moldean, y también cómo pueden destruirnos o simplemente dañarnos. Su arquitectura, nuestra arquitectura. Qué pasiones mostramos con altivo orgullo narcisista, y cuáles escondemos temerosos de la sanción social, del castigo, de la vergüenza. Sus laberintos, nuestros laberintos.

En efecto, de esa intelección sobre las propias pasiones es posible poder concluir con un cierto tipo de saber sobre sí mismo. Un saber transitorio, y probablemente sujeto a resignificaciones personales que advendrán -o no- con el tiempo y los años. Pero se trata, sin dudas, de una forma de saber. Y al menos con ese material incandescente entre manos, acercarnos al templo de Apolo en Delfos y arrimarnos con mayor sinceridad al frontispicio que inquiría “γνωθι σεαυτόν” (gnōthi seauton -conócete a tí mismo).

Porque las pasiones nos revelan. Nos pintan. Nos dan tono, o nos empalidecen.

Las pasiones no pueden sino “hablar” sobre quiénes somos.
Desde el color o la grisura, cada pasión “nos deja revelados” ante la mirada de los demás y ante la propia. Espejo de sí y ante el otro. En la pasión nos abrimos a la relacionalidad, y por eso mismo, nos fragilizamos. Salimos del cocoon para envolvernos en una interactividad pasional con seres, con actividades, con haceres, con acciones, con objetos. Las pasiones nos fragilizan porque nos muestran sin filtro, sin mediaciones justificatorias, sin excusas. Somos en pasión.

Las pasiones, esos oscuros corceles que tanto preocupaba domesticar a Platón, no deberían ser aplacadas por ninguna voluntad ascética, sino más bien comprendidas a través del fino hilo de nuestra racionalidad a fin de ponerlas al servicio del ser. Si es que eso -esa heroica tarea que es torcer desde la razón lo que pulsa en las venas- es posible...

Un sagrado “decir sí” a las pasiones.
Pero en tanto esa aceptación, esa afirmación traiga con ella cierta reflexión sobre las pasiones a fin de seleccionarlas, encauzarlas, e incluso si fuera necesario, aplacar a algunas de ellas. Conocer cada una de nuestras pasiones para darles el máximo de aprovechamiento a aquellas que propicien encuentros compositivos, encuentros afectivamente de tono ascendente. Afirmar y reafirmar las pasiones que nos acerquen a estados emocionales que nos permitan “componer”... y precisamente, que no nos des-compongan. Hacer que las pasiones jueguen a favor de uno mismo, y no en contra.



-Not passion's slave...

Es innegable que hay pasiones que arrastran al individuo a los márgenes más peligrosamente instintuales, a la irracionalidad misma, e incluso a una potencial autodestrucción. Pero acaso podemos negar que los instintos, los furores de los sentidos y la irracionalidad forman parte de la “materia” humana? No parece estar en nuestras limitadas manos controlar totalmente la naturaleza bravía de ciertas pasionalidades, pero sí es nuestra responsabilidad irrenunciable comprender las consecuencias de soltarles totalmente las riendas, o en su defecto, intentar concientemente manejarlas. Se trata esto de una ilusión de control del “Yo”? No, de ningún modo, puesto que sabemos que el “Yo” es una instancia bastante menos funcional de lo que se nos ha hecho creer desde los discursos cartesianos vanagloriadores de una razón falsamente consistente.
Podemos menos de lo que queremos.
Tenemos mucha menos voluntad conciente que aquella de la que nos jactamos neciamente. Pero aún en la limitación de nuestra funcionalidad racional siempre hay una bisagra real -y realizable- desde la que efectuar una comprensión conciente de lo que hacemos (o de lo que resolvemos no hacer), incluso, con nuestra alocadas pasiones.

En todo caso, la preocupación por dominar responsablemente ciertas pasiones debería ser vista a la luz de un imperativo ético más abarcativo que justifica ese tal dominio: no es bueno ser esclavo de nada.

Estamos, en este punto, tocando el problema político de la servidumbre: a quién hemos de servir, a nuestras pasiones? A su errancia? A su inconstancia? A su volatilidad? O, en otro extremo, a quién servimos cuando seguimos como perros indigentes cierta cerrada tosudez como si se tratara del único hueso que nos salvará la vida? Porque hay pasiones de mierda (permítaseme que extravíe el vocabulario prolijo por un instante...) que nos hacen meternos en callejones sin salida bajo el arrogante lema infantilista que reza “lo hice porque así lo sentí”.

Si la pasión esclaviza (esto es, si el camino de lo pasional puede llevar a quedar “dependiendo de...”, o bien “subordinado a...” ) esa definitivamente es una posición subjetiva poco recomendable para un espíritu libertario. Las pasiones nos pueden volver esclavos de ellas mismas. Cierto. Pero no menos cierto es que algunas pasiones (o regulando esas mismas que sin control nos ponen en estado de indigna servidumbre) nos liberan, tienen el "don" de ayudarnos con su potencia a desprendernos de los grilletes imaginarios o reales a los que encadenamos tercamente la salud deseante.

Spinoza apostará al aspecto cognitivo de las pasiones, al rol del entendimiento en ese proceso de liberación: debemos aprender sobre nuestras pasiones para entender, luego y por la vía de ese mismo conocimiento, poder ser más libres.

Entender como modo de expandir la potencia de acción del ser.

Entender las pasiones (querer “escuchar” lo que las pasiones vehiculizan y lo que nos provocan) permite actuar de un modo menos ciego, de un modo menos encandilado con los mandatos morales pero más comprometido con una ética del placer singularizada, propia, soberana.

Entender para ser menos súbditos, sea de erráticas apetencias, sea de estáticos mandatos que paralizen. Entender mejor la pasión para no “repetir compulsivamente”, diría el viejo Freud.

Entender las pasiones para ser más un poco más dueños de una libertad personal -frágil, oscilante, a veces demasiado tenue y quebradiza- pero siempre realizable.


Libremente pasionales.

Pasionalmente libres.

 
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